Rafael Poch - Armenia

 

La Vanguardia, 13 de octubre de 2006

 

La masacre de Anatolia no es históricamente comparable al holocausto judío, pero sus consecuencias para la conciencia de la nación sí lo son.

 

La resolución de la Asamblea Francesa sobre el genocidio armenio me ha tocado. No me parece acertada, por razones muy próximas a las que mi estimado compañero Lluís Foix defiende en su columna de hoy. Siendo Francia una gran nación de la que tanto hay que aprender (hay que decirlo ahora, cuando los pigmeos "neocons", tanto aborígenes como celtíberos, no pierden ocasión para meterse con ella), y Armenia una vieja dama, que me fascinó desde el primer disparo de la guerra de Karabaj, en 1988, la tentación ha resultado irresistible. Así que, contando con la indulgencia del lector de éste, un "Diario de Pekín", me permito una nueva excursión euroasiática con cuatro generalidades sobre esta nación... tan y tan especial.

La anciana nación armenia tiene buenos motivos para sentir orgullo por su amplio árbol genealógico. Los pergaminos y certificados de ese pasado se encuentran en Herodoto, Jenofonte y Estrabón, en el mismo origen de la historiografía de Occidente. Cuando a principios del siglo IV antes de Cristo, Jenofonte huye con sus mercenarios del ejército de Artajerjes describe como bendición su llegada a Armenia, "país amplio y rico", dice, tras muchos días de penalidades. Antes, los armenios aparecen en el ejército persa luchando contra los griegos en Salamina y las Termópilas. Más tarde se les ve desafiando a los más gloriosos generales del Imperio romano.

Esos pergaminos no sólo atestiguan una gloria antigua y pasada. También imprimen al armenio un sentido de supervivencia que ha pasado la prueba de los siglos. La historia de esa supervivencia es "una monótona letanía de invasión, conquista, represión, deportación y masacre", explica un gran especialista, en la que los armenios logran eludir, durante dos milenios, el destino que disipó a sus vecinos de la antigüedad: hititas, urartos o medos.

Una clave sobre cómo y por qué los armenios lograron permanecer reside en el carácter "nacional" y "antiguo" de su cristianismo. Adoptado tempranamente, el cristianismo armenio fue considerado muy pronto hereje a causa de sus ritos eclesiásticos y su doctrina monofisita, ajena por igual a ortodoxos y católicos. Común a las iglesias copta y siria, la doctrina monofisita afirma que en la persona de Cristo sólo hay una naturaleza, en lugar de las dos, divina y humana, como estableció el Concilio de Calcedonia en el año 451. La iglesia armenia tiene su "Papa nacional", el "Katolikós", que, sobre todo después de la extinción del último reino armenio en Cilicia, en el siglo XIV, se convirtió en la única autoridad de la nación. Los armenios tienen, además, un alfabeto particular en el que se expresa y transmite una cultura, que pese a sus influencias de la tradición persa y greco-romana, es a la vez mixta (nexo y traductora entre Oriente y Occidente) y específica.

Todos esos rasgos fortalecen una sicología de "nación única" y "pueblo elegido", quizá no de una forma tan acusada como entre los judíos, que reciben esa idea directamente de su doctrina, pero, en cualquier caso, de un modo similar, por la coincidencia entre religión y etnia.

Ese sentimiento de excepcionalidad vinculado a la religión hizo a los armenios particularmente resistentes a la asimilación, pese a la división, fragmentación de su estado y a su diáspora, repartida por Irán, Oriente medio, Europa central y la India en tiempos antiguos, y por todo el mundo actualmente. Como los judíos, los armenios podían perder la lengua sin perder su identidad de armenios, paso que suponía nada menos que renunciar a su religión. La asimilación se enfrentaba así a una doble barrera, étnica y religiosa, difícil de atravesar. Los armenios de la diáspora podían adoptar la lengua turca en Estambul, el árabe en Egipto o el polaco en Lvov, y olvidar su lengua armenia, pero no dejaban por ello de ser armenios y en caso de presiones para cambiar de religión, como las sufridas en la Polonia de principios del XVII por la comunidad polacoparlante de Lvov, se optaba por la emigración.

La analogía con los judíos se extiende a la actividad económica que los armenios tenían en las ciudades del imperio otomano (donde banquero, cambista, comerciante, joyero o médico eran "profesiones armenias"), o por la condición de intermediarios comerciales que frecuentemente tenían en la diáspora urbana desde Tbilisi y Bakú, hasta Marsella, Venecia, Amsterdam, Lvov, Beirut, Tabriz, Teherán, Madrás y Manila.

Por sus relaciones comerciales internacionales, los armenios urbanizados fueron convenientemente valorados, tanto por las autoridades otomanas como rusas, pero el efecto combinado de la inseguridad de esos dos imperios, sus enfrentamientos, y la virulencia general del nacionalismo de finales del XIX y principios del XX alteraron las cosas dramáticamente.

La colisión entre esos tres vectores, incluido el agresivo nacionalismo armenio, tuvo su terrible desenlace en las masacres de finales del XIX y de 1915, que los armenios designan como genocidio. El centro de esa colisión fue Anatolia, donde la violencia nacionalista armenia coincidió con la llegada de millones de refugiados musulmanes huidos de Rusia, Bosnia, Bulgaria y Creta, gente con historias de expropiaciones y familiares asesinados por cristianos.

La cuestión armenia era utilizada como instrumento por el expansivo imperialismo ruso que a partir de la guerra de Crimea invadió repetidas veces Anatolia oriental. Una hija de Lev Tolstoi que participó como enfermera en la invasión rusa de Anatolia, narró con horror cómo los soldados armenios del ejército ruso pasaban a cuchillo a la población musulmana, sin distinción de edad y sexo.

En la región había una dura competencia por la tierra y el poder local, entre musulmanes (turcos y kurdos) y armenios. La reclamación armenia de seis provincias del imperio otomano en Anatolia, en ninguna de las cuales tenían mayoría, no era el único desafio que amenazaba a los turcos.

Cuando éstos decidieron en 1915 adoptar soluciones expeditivas, parecidas a una "solución final", para acabar con la "cuestión armenia", la política turca venía dictada por el pánico y la desesperación. La suma de amenazas internas y externas en presencia, comprometía seriamente el mantenimiento de Turquía como estado. Enver Pachá había perdido el grueso de su ejército luchando en el frente oriental contra los rusos, las flotas británica y francesa amenazaban la capital, Estambul, que el nacionalismo griego reclamaba como suya junto con la costa de Anatolia occidental, y los armenios se habían levantado en armas en Van.

El gobierno de los jóvenes turcos practicó el desarme, la deportación y la eliminación de armenios. Según fuentes occidentales y armenias, entre 600.000 y millón y medio de armenios, hasta dos tercios de la comunidad armenia en territorio otomano, fueron aniquilados entre 1915 y 1917. Según fuentes turcas, los armenios muertos fueron 300.000, sin que mediara una política expresa de aniquilación, más allá del brutal contexto de una "situación de violencias, bandidismo, masacres, guerra, hambre y enfermedades en la que murieron seis millones de turcos, griegos, árabes, armenios, judíos y otros". (Del volumen II de la "History of the Otoman Empire and Modern Turkey", de S.J. Shaw, Cambridge).

En ese sentido, y con todo el respeto que merece la gran nación armenia, su drama no me parece históricamente comparable al del holocausto judío en Europa. Ese contexto "caliente" de Anatolia, es muy diferente de la fría barbarie nazi contra los judíos. Naturalmente, constatar la diferencia no es un juicio de valor sobre el sufrimiento humano, que merece la misma compasión y respeto, independientemente de la nacionalidad, bandera o ideología del carnicero.

Lo que sí es comparable son ciertas consecuencias para la mentalidad de la nación. Como en el caso de los judíos, el siglo XX creó para los armenios el mayor peligro a su supervivencia de toda su historia. El genocidio armenio, como el holocausto judío, culminó el complejo de diferencia, victimismo y persecución secular de la nación. Si en el caso judío esa patología colectiva puede relacionarse hoy, por ejemplo, con la agresividad de la política exterior del estado de Israel, en el caso armenio también pueden observarse grandes implicaciones que se han hecho patentes en la política exterior de la República de Armenia, tanto en los ochenta, cuando ésta pertenecía a la URSS, como en los noventa, cuando alcanzó la independencia.

Las crueldades y expulsiones masivas de azerbaidjanos del distrito armenio de Zangezur en los ochenta y el "vaciado" de azerís de Karabaj, con la ocupación militar del territorio, apenas noticiados, fueron expresión de la agresividad de una nación enferma de sus propios traumas. Hoy, en Israel, asistimos al mismo drama en otras coordenadas; ¿cómo una nación tan admirable y que ha sufrido tanto en su historia milenaria, es capaz de infligir tanto sufrimiento y crueldad a otros? Cuando el torturado se convierte en torturador, hay algo que falla en la misma esencia de hombre.

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